Ritos funerarios y orfandad civil
Ya sabemos que los muertos son señores poderosos. Sigmund Freud
Pocas imágenes tan abrumadoras como la de los ciudadanos llorando o lamentando la muerte de sus líderes políticos. En principio porque estas muestras de dolor parecen responder a un reclamo de patetismo y se apegan de manera invariable a unas reglas de escenificación según las cuales el desconsuelo ha de manifestarse con una estridencia equivalente a la distancia que debe mantenerse con cualquier noción de pudor o de mera discreción.
Y, en seguida, porque el pesar del pueblo, ¿de quién más si no?, además de expresar de manera por lo demás llamativa, para ser plenamente popular, es decir que para adquirir su verdadero sentido y alcance, ha de mostrarse en la calle y tomar la plaza pública hasta conformar un verdadero dolor de masas, un llanto genuinamente socializado. El duelo íntimo, personal no tiene cabida aquí si no es para integrarse a ese duelo mayor, ese duelo que, se presumen, lo trasciende.
La cascada de imágenes que han llegado desde Venezuela una vez que se informó del fallecimiento del presidente Hugo Chávez y donde vemos a miles de personas acompañando al cotejo fúnebre, literalmente, deshechos por el dolor, posee esa capacidad abrumadora. Nos remiten de inmediato aquellos ritos funerarios que, según el historiador Olaf B. Rader, han servido para la “reordenación de las relaciones sociales caídas en el desorden” y que, por tanto, procuran recrear las relaciones de poder cuya legitimidad, eficacia o posibilidades de continuidad ha sido puesta en suspenso.
Si todo rito funerario es, por definición, un rito de sobrevivientes que los vivos se ofrecen a sí mismos en nombre del difunto, el rito funerario asociado a quienes detentan el poder, se convierte en un rito de sobrevivencia de la comunidad. De manera invariable, este rito está presidido por una narrativa de redención y exaltación del difunto (muy cercana a la hagiografía y el martirio) que se despliega, entre otras cosas, recurriendo a una iconografía donde las posturas y actitudes, los gestos y desplantes del ahora difunto se revelan no sólo como una serie de evidencias irrefutables de su destino manifiesto, sino también, y quizá sobre todo, de su plena semejanza con la comunidad, de la mismísima disolución –casi una transustanciación- de su cuerpo en el cuerpo de la comunidad.
Como pocos, entonces, el rito funerario se satura de historia: reclama un pasado fundacional, una genealogía mesiánica, a la vez que es parte de un presente siempre asediado, en perpetua crisis, además de que ha de renovar las promesas de un futuro que no puede ser sino glorioso.
La vivacidad o intensidad de estos ritos funerarios es, desde luego, mucho mayor en sociedades donde el ejercicio del poder observa un fuerte componente carismático y caudillista y, en contraparte, una dudosa o ineficaz institucionalidad. Aquí las relaciones entre la autoridad y la gente (no necesariamente vistos como ciudadanos) tienden, si no a prescindir del todo sí a desatender lo más posible a las estructuras y modos burocráticos y a las instituciones formales.
En su lugar se da preferencia al establecimiento de vínculos aparentemente más cercanos, más próximos, se proclama, a los deseos y las verdaderas necesidades de las comunidades pero que, sin embargo, no pueden desprenderse ni de su perfil clientelista ni, y esto es más relevante, de su matriz paternalista, una matriz patriarcal, anacrónica y, finalmente, alérgica a una noción de ciudadanía autónoma. En esta ecología política la autoridad adquiere los atributos de un Padre, de un Patriarca, en tanto a la gente se le reafirma una y otra vez su condición de adolescente permanente.
De ahí, acaso, que los ritos funerarios que tiene lugar ahora en Venezuela tienen una fuerte y agridulce sensación de orfandad. A quien parecen estar despidiendo los venezolanos no es precisamente a un hombre de Estado o a un presidente particularmente exitoso en el cumplimento de sus responsabilidades civiles, sino a una suerte de Padre (así con mayúsculas), un Patriarca que -bonachón y simpático en ocasiones, serio, arrogante y desafiante en otras- no hacía otra cosa que velar por el bienestar y la seguridad de sus mujeres y sus hijos, lo que le exigía mantenerse siempre dispuesto a enfrentar a los mil y un enemigos, reales y ficticios, que acecharan a su familia, a su patria.
Como Patriarca, como Macho Alfa, Chávez habría de cumplir las funciones que una sociedad patriarcal reserva a la figura del padre: era el proveedor de bienes, el guardián de la seguridad, el más sólido soporte emocional y la principal fuente de cohesión y autoridad. Su muerte, entonces, no deja de vivirse como un quebranto filial, como una pérdida filial. Y esto, por cierto, parece cierto no sólo entre los seguidores o incondicionales de Chávez: Henrique Capriles, candidato de la Mesa de la Unidad Democrática en las elecciones presidenciales de octubre de 2012, después de expresar sus condolencias a la familia de Chávez, no dudó y añadió en Twitter “En momentos difíciles debemos demostrar nuestro profundo amor y respeto a nuestra Venezuela. Unidad de la familia venezolana.”
Ante la orfandad civil, los ritos funerarios despejan por ahora el camino para la sucesión. Pero más allá de los próximos resultados electorales -¿alguien duda de que Nicolás Maduro será el próximo presidente?- lo crucial estará en observar si los venezolanos serán capaces de dejar atrás los mesianismos redentores de sus políticos y la secular irresponsabilidad y cleptomanía de sus élites económicas, para transitar hacia una sociedad donde la “familia venezolana” dé lugar a una nación venezolana, es decir una sociedad donde los ciudadanos tomen el lugar de los padres e hijos.
Una sociedad, en fin, donde la política no sea siempre una cuestión de vida o muerte -donde los muertos no sean tan poderosos- sino una simple forma de coexistir entre ciudadanos autónomos. Con ello, acaso, la política será menos grandilocuente y excitante si se quiere, pero a la vez podrá ser más sensata, inteligente y madura.
Publicado en lja.mx