El luto cambia de color
Negro para salir a la calle y sobriedad en el hogar. Sin música, sin fiestas, sin televisión, sin sonrisas. Hasta hace no tanto eran las principales señas con la que los afligidos dolientes hacían visible la tristeza del alma ante la pérdida de un ser querido. En pleno siglo XXI, el dolor por la muerte, que es y será siempre dolor, se materializa de forma muy distinta y se adapta a las formas de vida de la sociedad actual. En cada una de sus fases.
La mortaja
La vieja tradición que la familia vista al difunto con su mejor traje antes de enterrarlo ha desaparecido casi por completo. Las primeras tareas de amortajamiento las suelen hacer los profesionales médicos. Después son las funerarias las que se encargan de preparar el cadáver para presentarlo a los familiares. «Hacemos lo que la familia nos pida, siempre desde el más absoluto respeto a la muerte y a la identidad del fallecido», apuntan desde el Tanatorio San José, en la capital.
Y hay familias para todo. Tanto en este tanatorio como en el resto de los consultados, lo habitual es que se utilicen los sudarios de la funeraria para la mortaja. Otros piden que se le ponga su propia ropa. Las hay que prefieren que se utilice un hábito religioso, normalmente porque así lo dispuso en vida el muerto. En casos de accidentes o muertes con traumatismos, los funerarios se encargan de camuflar con maquillaje las heridas o hematomas.
En algunas ocasiones, las menos, la familia desea que se maquille el rostro del difunto, normalmente en el caso de mujeres, tal y como lo hacía ésta en vida. «Les pedimos sus propias pinturas a los familiares, porque no se puede presentar un cadáver de un modo que ni los suyos lo reconozcan. Pero lo habitual es que dejemos el rostro tal cual está, ya que la expresión de paz que se suele quedar al difunto es el mejor maquillaje», dicen en el tanatorio.
El velatorio
Los trabajadores funerarios aseguran que es casi testimonial que en una capital o en un municipio grande, con sala de tanatorio, se vele al cadáver en un domicilio. De ser una ‘cosa de modernos’ o verse como un símbolo de poco respeto al fallecido, elegir la sala de un tanatorio -cuesta, según un estudio de la UCE, entre 500 y 1.800 euros- es la opción mayoritaria. Los tanatorios cuentan con sala para velar al cadáver, zona de descanso, suficientes asientos para los asistentes, así como un servicio de cafetería (normalmente también de comedor) abierto prácticamente las 24 horas del día.
Desde San José recuerdan que la aceptación de un tanatorio como lo más apropiado para el velatorio se debe únicamente a la falta de espacio en los hogares actuales. De las inmensas casas o pisos de 200 o más metros cuadrados se ha pasado a la mitad de espacio. «Tampoco están adecuadas las viviendas para subir y bajar una camilla y, ni mucho menos, un ataúd.
Las escaleras son estrechas y los ascensores, mucho más», apuntan en San José. Incluso en los pueblos, el tanatorio sigue sumando demandantes. En La Carolina, la funeraria Antonio y Daganzo crece en número de servicios cada año. «Ni un 3% de la gente del pueblo vela en las casas. Tienen que ser casos muy especiales», dice Lorenzo Pérez González, trabajador de la funeraria.
En municipios más pequeños, la ausencia de tanatorios propicia que se conserven las viejas costumbres. En Santiago de Calatrava, por ejemplo, es muy difícil que alguien se plantee llevar al difunto a un tanatorio. Cuando hay un fallecido, sus familiares más directos se ponen manos a la obra para hacer del hogar una sala de velatorio. El cadáver suele colocarse en la planta baja de la casa, preferiblemente en una habitación aledaña a la principal. El salón y en los pasillos se llenan de sillas.
Tantas que normalmente hay que pedir prestadas a los vecinos. Las mujeres suelen quedarse dentro para velar el cadáver durante toda la noche. Rezan el Rosario y de vez en cuando van a sus casas, o a algún bar, para traer algo de comer y beber a los familiares del fallecido. Ellas mismas se encargan del menú para que los dolientes coman algo antes y después del entierro. Los hombres se quedan en la calle, si la meteorología lo permite, charlando y fumando, aunque los más allegados suelen estar junto al cadáver.
Misa y entierro
A la hora de la celebración religiosa, la parroquia del difunto suele ser la elegida para hacer el entierro. Sobre todo en los pueblos, donde hay una o dos iglesias y donde a los sacerdotes con costumbres más arraigadas les cuesta desplazarse fuera del templo. En los últimos años en las ciudades crece la demanda de las capillas de los tanatorios. Incluso hay algunos que cuentan con su propio capellán. «Resulta muy cómodo hacer aquí las misas, sobre todo cuando los familiares viven fuera, o ha sido una muerte muy repentina», apunta Pilar Pérez, de Delgado Díaz, otra de las funerarias de la capital.
Para Lorenzo Pérez, de Antonio y Daganzo, lo que más ha cambiado en los entierros en los últimos años es el respeto. «Antes pasaba el coche de la funeraria por la calle y todos se paraban. Nadie se atrevía a ponerse delante. Ahora todos se cuelan y lo dejan el último», apunta.
Tras el acto religioso, el pésame a la familia. Dentro o en la puerta de la iglesia. Es ésta otra de las costumbres que tiende a la desaparición, principalmente en núcleos urbanos. Por último, el desplazamiento al camposanto. Los funerarios coinciden en que en este punto, el que suele ser más doloroso para los allegados, se ha cambiado muy poco. «Van los familiares y los muy cercanos. Lo único es que, cuando antes eran tumbas y panteones familiares, ahora son nichos tan grandes que parecen bloques de pisos», dice Lorenzo Pérez.
El luto
En Iznatoraf todavía hay costumbre de ir a la Iglesia los nueve días posteriores al fallecimiento de una persona para rezar el Rosario. Que los familiares no asistan a los rezos, normalmente organizados por grupos de señoras mayores afines a la parroquia, no está muy bien visto. En muchos barrios de Jaén, como la zona centro, se coloca en el recibidor del bloque de pisos un libro de condolencias con el que los vecinos, muchos de los cuales jamás habían hablado con el fallecido, dan el pésame.
En los pueblos también es habitual aún que los familiares más directo de un difunto (mujer e hijos) le guarden luto durante algún tiempo. Es decir, que se vistan completamente de negro durante un tiempo estimado, normalmente de seis meses a un año. Después llega el medio luto, que permite el uso del blanco y el gris. La semana posterior a la muerte las casas suelen quedar silenciosas y es difícil ver a los dolientes en un bar o en cualquier actividad de recreo.
En zonas de mayor población, el luto se reserva a las personas más mayores. Incluso es habitual que en los entierros los familiares vayan vestidos como cualquier día. Eso sí, las estridencias se suelen dejar a un lado.
En pueblos como Jabalquinto, Iznatoraf o Santiago, también es muy habitual que los conocidos lleven durante al menos un mes después de la muerte, algunos obsequios a los familiares. Sobre todo cartones de leche, zumos, galletas y magdalenas.