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Actualizado: 23/11/2024
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Un cementerio de muertos sin nombre

Un cementerio de muertos sin nombre

Vía: M. Ruiz Castro / ABC

Los muertos no hablan. Por eso en el cementerio del Santo Cristo de las Ánimas impera la inquietud del silencio, ese que ni los pájaros se atreven a romper por respeto a quienes descansan bajo tierra. Las flores languidecen sobre las tumbas o frente a los nichos. No hay construcciones a la vista desde lo alto de este cerro de Tarifa; solo campo y cielo.

Fulano de Tal descansa en paz junto a su mujer. Sus hijos no los olvidan. Hay familias que tienen su propio mausoleo; ya son varios los de la misma sangre juntos en el descanso eterno. «Aquí yace Mengano de Tal, muerto a la edad de 87 años». Su esposa, amigos y familia ruegan una oración por su alma. Un buen hombre, padre y abuelo. Su familia que le quiere y siempre le recordará, reza en la lápida.

Pero en este cementerio de Tarifa hay varios nichos distintos, alineados en las hileras más altas de la estructura de hormigón, que son también las más baratas y de más difícil acceso. Sólo una frase, grabada en azul mar sobre el mármol blanco: «Inmigrante de Marruecos». Sin nombre; en el mejor de los casos el día en que se encontró el cadáver. Nadie sabe quién descansa al otro lado del frío mármol. Si tendrá amigos y familia que no le olvidan. Si fue o no un buen hombre. Si alguien le recordará.

Es uno de los cientos de inmigrantes que las aguas del Estrecho de Gibraltar escupieron muertos sobre la costa sin que se haya podido identificar sus cuerpos. Pagaron con la vida la osadía de querer alcanzar su paraíso. Cuando el «aforo» de huecos en el cemento está completo, los inmigrantes sin nombre descansan en una fosa común bajo tierra. Sobre ella, un pequeño monumento: «En memoria de los inmigrantes fallecidos en aguas del Estrecho».

La tragedia de Lampedusa ha vuelto a llevar a las portadas la vida de quienes por azar nacieron en otro sitio y en Europa son ilegales. La naturaleza los tiñó de negro, como si supiera de sus destinos y les brindara un traje de camuflaje. Mientras tanto, Tarifa, Alhucemas, Punta Carnero o las Canarias se convierten cada día en pequeñas Lampedusas en las que los visitantes casi nunca se cuentan por cadáveres y, de hacerlo, son siempre números tan pequeños que no provocan debates en el Parlamento Europeo.

Desde la Asociación Pro Derechos Humanos (APDH) de Andalucía, denuncian que entre 15.000 o 16.000 personas han perdido la vida en su intento de llegar a las costas españolas en los últimos diez años, «algo que toleramos tranquilamente», se queja su presidente, Rafael Lara.

Llegar a puerto

Lo llaman Estrecho, pero para esos miles de personas ha sido el abismo que separa la vida de la muerte. Cuando sopla el viento de poniente, la mar se amansa y las nubes dejan entrever tierra al otro lado. Es África; tan cerca y tan lejos. Sólo son unos 1.400 metros. Pero si cambia el viento, pueden hacerse eternos.

En lo que va de 2013, Cruz Roja ha atendido a 1.130 personas en el puerto de Tarifa. 865 eran subsaharianos y 253 marroquíes. Entre ellos, algún que otro natural de Libia y Siria, donde son víctima fácil del fuego cruzado. La mayoría no llega en cayucos o pateras, como años atrás, sino que viajan en los barcos como polizones y se tiran al agua antes de llegar a Puerto, para hacer el último tramo del trayecto a nado. Alguno ni siquiera sabe nadar, pero confía en ser rescatado antes de que el agua le gane la partida. Se la juegan a una única carta.

Los mayores naufragios en costas españolas se dieron hace ya bastantes años. Fue el caso del naufragio de Rota, del que hoy se cumplen diez años, un 25 de octubre de 2003. Doce de los 37 marroquíes muertos procedentes de la deprimida región de Hansala no pudieron ser identificados. Lo que quedaba de sus cuerpos se enterró en el cementerio de Los Barrios, vecino del de Tarifa. En sus nichos se colocaron placas con una inscripción: «naufragio de Rota, 25-10-2003. Inmigrante número 1», y así hasta 12, en el estricto orden en que fueron encontrados.

Desde APDH han puesto en marcha unas jornadas para rendir homenaje a las víctimas y para reflexionar sobre cómo ocurrió la tragedia. «Nos queda la duda de si se podrían haber salvado esas vidas si se hubiera actuado bien, si los mecanismos de rescate hubieran funcionado mejor, no se hubiera reaccionado tan tarde… ¿se podría haber evitado?», se pregunta Rafael Lara.

En estos diez años las cosas poco han cambiado. Los inmigrantes siguen llegando a las costas andaluzas en cantidades similares, entre 4.000 y 6.000 cada año, según APDH, que advierte de que la situación en África es ahora aún peor que hace diez años: «Ya no huyen solo del hambre; muchos son verdaderos refugiados políticos», indica su presidente. «Después de que Europa haya invertido grandes sumas en frenar la inmigración, siguen llegando», se lamenta Lara, «es una prueba de que no se le pueden poner puertas al campo».

Por ello, Lara apuesta por cambiar «radicalmente la política migratoria y se queja de que los políticos siguen «enrocados en los miedos europeos». No tiene grandes esperanzas puestas en la Cumbre Europea que se celebra en Bruselas y que debatirá cómo atajar el problema migratorio: «El goteo de muertes que ha habido en la costa mediterránea en los últimos años no suena en los medios, pero Lampedusa ha hecho saltar las alarmas y encoger los corazones de todos.

Pero no son más que lágrimas de cocodrilo», se lamenta. Las cifras de muertes o desapariciones que recoge APDH siguen siendo trágicas: 198 muertos en 2011, 215 en 2012 y en torno a 70 en lo que va de 2013.

Un viernes de agosto, la misma escena con distinto decorado. «Se celebraban en el cementerio de Antigua casi en soledad –había una docena de personas— los entierros de los diez subsaharianos que se ahogaron el viernes al naufragar la patera en la que intentaban alcanzar Fuerteventura». Así lo contaba ABC, acompañando la información de la fotografía de un hombre, en su papel de encargado de la funeraria, escribiendo sobre el cemento «D.E.P inmigrante número 10». Fueron los años negros de las Canarias, entre 2005 y 2007. La patera de Rota aceleró la implantación del Sistema Intergrado de Vigilancia Exterior (SIVE) y ello desvió el flujo migratorio hacia las islas.

«Hace mucho tiempo que no se da como tal el naufragio», apuntan a ABC desde Cruz Roja. «Viajan en lanchas de juguete que no llegan a la playa. De hecho, dudo que pudieran llegar, puesto que no son lanchas hechas para navegar». Los ocupantes de estas balsas de plástico provocan ser rescatados kilómetros antes de llegar a puerto, con la esperanza de que sea Salvamento Marítimo español y no una patrullera marroquí quien los encuentre. Salvamento Marítimo hace de taxi; los lleva a puerto.

Parece que han quedado atrás, por tanto, los enlaces junto a la duna de Tarifa o Punta carnero a los que había que avisar de la llegada en plena noche prendiendo una antorcha, la travesía a nado salvando el oleaje y correr montaña arriba para intentar ocultarse entre la maleza de los agentes de la Guardia Civil.

Una vez en suelo español, toca identificarse. La mayoría tiene la lección aprendida. «De los llegados en lanchas, casi todos son subsaharianos, pero o no dicen de que país son y dicen ser de países con los que no hay convenio de repatriación o existe un conflicto armado y piden asilo a España». Entonces pasarán un periodo en el Ceti para más tarde vivir en España como ciudadanos ilegales, en un estadio intermedio en que ni pueden ser repatriados ni España es su patria.

Una vez en puerto, Cruz Roja se pone manos a la obra. Muchos llegan en un lamentable estado de salud, medio muertos. Se les atiende de urgencia. En todo el año y según las estadísticas de Cruz Roja, tres personas han muerto en puerto. Llegar para morir. «Sabemos que no son los que ha habido; probablemente sean muchos más», admiten desde Cruz Roja. En ese momento pasan a ser problema del juez, que hará el levantamiento del cadáver. El siguiente paso será la repatriación, si es que es posible identificar los cuerpos.

Muertos sin nombre

La mayoría de los muertos perdieron la vida en medio del océano. El mar escupió sus cuerpos. No quiso quedarse con aquello que no le pertenece, pese a que ellos sí se llevaron parte de él en sus pulmones, inundados e hinchados. Expulsados del paraíso, sin llegar siquiera a dejar huellas en la arena. Tras el levantamiento del cadáver, comienza una labor callada. Tan silenciosa como esos cuerpos que no pueden dar un nombre.

Los muertos se entierran o se almacenan en nichos. A veces se producen disputas entre administraciones para ver quién acarrea con los gastos de la sepultura. «En los tiempos de más muertes, entre todos iban saliendo del paso», indica Rafael Lara. Enterrar a un inmigrante cuesta entre 600 y 1.000 euros, según varias estimaciones. Aunque hay acuerdos entre Gobierno, Junta de Andalucía y ayuntamientos para sufragar los gastos, son los consistorios los que acaban afrontando el sepelio.

El Centro de Atención al Inmigrante de Tarifa pretende darles una vez muertos la dignidad que no tuvieron en vida. No hacen demasiado ruido, su labor es altruista y a veces incluso encuentra trabas en el camino, pese a que lo único que buscan es permitir ese paso a otra vida a quienes la perdieron tratando de mejorarla. En connivencia con la Delegación Episcopal de Migraciones y del director del Secretariado Diocesano de Migraciones, Gabriel Delgado, cuidan las tumbas, les ponen flores, las limpian y hasta ofician misas y funerales para decir adiós a los muertos sin nombre.

El pasado 22 de mayo, unas 150 personas entre sacerdotes llegados de distintos lugares, religiosos y religiosas, miembros del Secretariado de Migraciones de Cádiz, inmigrantes africanos y policías de la Isla de las Palomas de Tarifa se reunieron en la Parroquia de San Mateo para acompañar en su último adiós a Yacouba, inmigrante marfileño fallecido al intentar llegar a la costa de Tarifa. Así los explica el Secretariado de Migraciones en su página web. «Era un gesto simbólico y fraterno de una Iglesia que no quiere dejar solos a nuestros hermanos en estos momentos de dolor».

Cuando un muerto sin identificar llega al cementerio del cerro de Tarifa, desde el CAIT se afanan en dar con los compañeros de viaje de la víctima, recorren cada Ceti buscando a quien pueda identificar el cuerpo, darles alguna pista sobre su familia, incluso sobre qué religión profesa. «Si no logramos saber nada de él, al menos lo enterramos con una ceremonia, a nuestra manera. Al fin y al cabo, somos todos personas y todos hijos de Dios, tenga el nombre que tenga Dios para nosotros», señala uno de estos «anónimos».

Entre las veces que ha habido suerte, una ocasión en que estos héroes silenciosos dieron con la familia de uno de los ‘sin nombre’ que hoy yace en un nicho de Tarifa. Ahora esa familia cuenta al menos con la fotografía del mármol tras el que descansa su ser querido. Un buen hombre, padre y amigo. Su familia no le olvida. Descansa en paz, inmigrante número 10.

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