¿Por qué llevamos flores al cementerio?
Con flores se da la bienvenida a un recién nacido, con un ramo se encamina la novia al altar y también con flores se despide a un ser querido y se le recuerda año tras año por Todos los Santos. «Los días del hombre no son sino hierba: crecen como las flores del campo; cuando el viento pasa sobre ellas, desaparecen…», reza el Salmo 103, mostrando que el simbolismo que une al hombre con las flores viene de antiguo.
La primera tumba a la que llevaron flores data de hace 13.000 años, según los enterramientos de la Edad de Piedra descubiertos en Israel. Desde entonces, la mayoría de las sociedades y religiones han adoptado el uso de flores y pétalos en las costumbres de muerte, desde Babilonia a Egipto, la América prehispánica o la India. En sus orígenes servían además para enmascarar el olor de los muertos, velados entonces durante días.
Aún hoy, en esta sociedad «tan amiga de la fotografía, en la que la última escena del álbum familiar, el entierro, siempre falta», como remarca el antropólogo inglés Nigel Barley en «Bailando sobre la tumba» (Anagrama), ellas sí siguen presentes en cada momento de la vida y de la muerte. «A los vivos nos gusta depositar flores en las sepulturas como ofrenda temporal, pero también velas, alimentos, figuras religiosas, fotografías y cualquier otro objeto significativo que vincula a los familiares con su ser querido», señala el enfermero y antropólogo Alfonso García, director del máster sobre «Cuidados al final de la vida» de la Universidad de La Laguna, en Canarias. Es parte del culto funerario que se asocia a la despedida y al mantenimiento del recuerdo de los difuntos.
«Se depositan flores cortadas, condenadas tal como refiere Nigel Barley a marchitarse rápidamente», añade este especialista que recuerda cómo los victorianos lanzaban a la tumba abierta ramitas de romero o se cubría ésta con frágiles brotes perecederos para sembrar después sobre ella recios árboles de hoja perenne.
La imagen de la flor, que «llega a su apoteosis en los epitafios para los niños», está enraizada en nuestra sociedad. «Aunque la fe en la otra vida siga marchitándose -continúa García- ha habido una verdadera explosión del uso de las flores cortadas, hasta tal extremo que ningún lugar de muerte queda hoy sin señalar mediante flores, ya sea un accidente en la carretera, un incendio o una casa en la que ha habido alguna muerte violenta». Son flores «que reivindican, vital y moralmente», añade.
Para llevar a los cementerios se compran claveles, que expresan admiración y homenaje; , que muestran la pureza del alma del fallecido; gladiolos, que transmiten la idea de sinceridad azucenas o lirios; pero sobre todo crisantemos. La «flor de oro», tal como la bautizó la emperatriz Josefina de Francia uniendo Chrysos (oro) con anthemos (flor), es la flor del Día de Difuntos «porque su breve floración coincide con el final del otoño (entre octubre y diciembre) y ninguna otra planta evoca tan claramente que la vida tan sólo es un tránsito», reseña Jesús Callejo Cabo en su obra «El alma de las flores». Tan consolidada está la tradición que la asocia a los cementerios, que hoy nadie regala en España a la persona amada esta flor que, paradójicamente, simboliza la vida para los orientales. Solo las margaritas blancas y amarillas que se venden en las floristerías escapan de esta etiqueta, quizá porque se ignora que pertenezcan a la familia de los crisantemos.
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