He vuelto a visitar el cementerio
El hecho de que nuestra memoria sea selectiva explica que retengamos los momentos felices o lo que mejor puede aprovecharnos y que, contrariamente, almacenemos en el inconsciente todo aquello que nos incomoda y nos asusta. Es también la razón de que, según pasan los años, nos olvidemos, mal que nos pese, de los muertos. Algo hay de cierto en los refranes cuando dicen que «el tiempo lo cura todo» y que «la distancia es el olvido». Y de lo mismo se lamenta el poeta en su luctuoso lamento «¡qué solos se quedan los muertos!».
Lo cierto es que olvidamos a los muertos, sobre todo, porque, una vez que se han ido, no tenemos de ellos ninguna noticia. Muchos de nosotros hemos experimentado lo sorprendente y doloroso que resulta comprobar que, después de algunos años del fallecimiento de un allegado, familiar o conocido, tenemos que recurrir a las fotografías para recuperar su rostro, un momento, un gesto que nuestra flaca memoria retiene borroso y casi diluido. Las imágenes que en otros tiempos nos fueron familiares las vemos después como secuencias de una vieja película y como un pasado que ha dejado de pertenecernos.
Lo cierto es que, por uno u otro camino, la nada y el olvido siempre nos ganan la partida. Y que siempre que podemos, como podemos, le damos la espalda a la muerte. Tratamos de alejar a los muertos en la medida de lo posible, aunque el desmedido crecimiento de nuestras ciudades –como ha sucedido en Ibiza– acabe consiguiendo que los viejos cementerios devengan urbanos. Si el viejo sacramental que conocimos como Fossar de ses Figueretes quedaba lejos cuando éramos niños, hoy queda entre calles y casas que, desde sus balcones, ven un pacífico paisaje de cipreses y nichos. Hasta tal punto ha quedado el Cementeri Vell fagocitado por los edificios que, cada día más, cercado por sus tapias blancas, con sus cipreses, geranios y palmeras, adquiere el aire de un recoleto y silencioso jardín.
El caso es que, para no caer en aquel olvido que digo de los muertos y aprovechando este noviembre que es tiempo de difuntos, he vuelto a visitar el Cementeri Vell. Y me ha sorprendido el curioso detalle de que he caminado entre sus tumbas con extremada discreción, en religioso silencio, como si evitara llamar la atención, cosa absurda –pienso después– porque en los cementerios no tiene sentido pasar desapercibido. Los muertos no saben que los visitamos.
Epitafios curiosos
La verdad es que, en esta ocasión, al cementerio he ido por curiosidad o, más concretamente, por los epitafios. Hace tiempo que los colecciono y tengo tantos que ahora soy capaz de distinguir –y no creo equivocarme– los que fueron redactados en vida por el propio difunto y aquellos otros que escribieron sus allegados a toro pasado. Hay un criterio que no suele fallar. En el primer caso, las frases son, paradójicamente, menos sensibleras y dolientes, más cínicas, irónicas y humorísticas. Se da el caso de que el difunto se ríe de todo, del resto de los mortales y de sí mismo. Y sobre las lápidas podemos leer cosas como éstas: «Esta postura me está matando». «Por favor, no molestar». «Aquí yace mi mujer, fría como siempre». «Ya sabía yo que esto acabaría así». «No sé que hago aquí».
Quiero pensar que escribir y leer tales sentencias es un catártico ejercicio y que, a fin de cuentas, peor cuerpo le dejan al visitante las flores ajadas, y las de plástico descoloridas, y las fotografías de los finados, siempre sonrientes, que algunos se empeñan en dejar tras los cristales de los nichos. Uno acaba apesadumbrado y pensando que los cementerios, en tanto que higiénicos pudrideros, deberían abolirse y sustituirse por la incineración obligatoria. Pienso que siempre es mejor llevar a los muertos directamente a la ceniza que darles un banquete gratuito a los gusanos.
Encastrados en los altos paredones de hasta cinco huecos verticales, con una boca de 80 x 80 y un fondo de 2 metros o poco más, los nichos que veo en el Cementeri Vell son un mal remedo de los pisos que, como enjambres, vemos en los horrísonos bloques que la especulación inmobiliaria ha levantado en el Ensanche de Vila. En los nichos vacíos las palomas anidan y su sordo zureo minimiza la percepción aciaga que inevitablemente asalta al visitante.
Otros detalles desalentadores los percibe el visitante en pequeños y desagradables detalles, en la humedad que hace estragos, en las grietas de los muros, en los desconsolados mármoles angélicos que los años y las lluvias han ennegrecido, en las cruces vencidas como si hubieran agotado su función sobre túmulos que han perdido el nombre del finado. Mientras he paseado por el cementerio, no he podido evitar que desfilaran por mi mente, en procesión, todos aquellos conocidos que se nos han anticipado. Y ha sido como si todos me dijeran algo que, la verdad, no he acabado de entender. Como si quisieran insistir en el hecho de haber existido.