Vida y milagros del Cementerio Inglés
Así como aquellos italianos de Good morning, Babilonia eran los hijos de los hijos de los hijos de Miguel Ángel, Leonardo y demás genios del Renacimiento, los ingleses que hoy se tuestan en la Costa del Sol son los descendientes de ilustres viajeros, más o menos románticos, que, con profesiones y móviles muy distintos, llegaron a esas costas en el siglo XIX. Muchos de esos viajeros, de los entonces y de los de ahora, descansan para siempre en un bello y recogido cementerio de Málaga que tiene su historia.
Esa historia y la de sus residentes («los ingenieros, los marinos, los criados, los viajantes de comercio, los industriales, los apátridas, los soldados caídos en remotas guerras, los derribados por las epidemias de cólera, los escritores, los espías, los cónsules…») la cuenta Rafael Torres en su último libro, El cementerio de los ingleses (Xorki). Toda historia tiene su prehistoria y la del cementerio de los ingleses lo es de intolerancia y fanatismo.
Hasta bien entrado el siglo XIX, los protestantes que morían en España no podían reposar en sagrado. Así que durante el nefasto reinado de Fernando VII, entre otros métodos nada respetuosos, se los enterraba en la playa, de pie y dejando fuera la cabeza, para que el mar y los animales se hicieran cargo de los restos. La repugnante costumbre se suprimió gracias al empeño del cónsul William Mark, responsable de la creación del cementerio en los años 20 del siglo XIX.
Entre sus inquilinos, además de, por supuesto, el citado William Mark, están Jorge Guillén, que quiso ser enterrado allí, Gerald Brenan o el joven Robert Boyd. Robert Boyd es, como dice Rafael Torres, nuestro Byron. El irlandés Robert Boyd fue un liberal romántico que había luchado en Grecia, como Byron, y vino luego a España a hacer lo propio contra Fernando VII, uniéndose a la intentona del general Torrijos. Es el pelirrojo del centro del famoso cuadro de Gisbert, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros.
La suya es una historia de heroísmo y de infamia. La de Gerald Brenan lo es de claroscuros. Escritor total, aunque negado para la novela y la poesía, según Rafael Torres, era un depredador con las muchachas incultas y de clase baja de los pueblos malagueños en que vivió. «Brenan tiene una tortura interior que no aparece en sus libros», dice Torres.
«Muchos viajeros», sigue diciendo el autor de El cementerio de los ingleses, «buscaban huir de sí mismos, o encontrarse a sí mismos, y, por supuesto, la benignidad del clima». Sus descendientes abarrotan hoy restaurantes y mercadillos de las localidades costeras de la provincia, tienen sus propios bares, emisoras y periódicos, y se pelean como pueden con el idioma local. Por eso, el libro de Torres sale también en una edición en inglés (The english eternal summer) dirigida a ellos, porque el propósito del autor ha sido devolver la visita de aquellos viajeros románticos.
Lo ha hecho practicando el género del que, en el fondo, nunca ha salido en su ya larga trayectoria: la biografía. «Es que, hasta cierto punto», explica, «la vida de una persona es la vida del mundo en pequeño. Y qué mejor manera de contar las cosas que a través de quienes las han habitado. Además, por tratarse de muertos, las vidas que aparecen en el libro son vidas completamente vividas, y a los muertos, que, como decían los clásicos, son la mayoría, les debemos todo lo que tenemos: los libros, las casas, los conocimientos».
Lo ha hecho también a través de una investigación minuciosa, reflejada en el apéndice con la lista de residentes en el cementerio de los ingleses. Muertos que nos siguen hablando, como los de la Celama de Luis Mateo Díez o la Antología de Spoon river de Edgar Lee Masters.
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