La chica de la funeraria
A Caitlin Doughty siempre le han atraído los muertos. A los 15 años, cuando tuvo que hacer un voluntariado en un hospital, no le importaba en absoluto ser la que conducía la camilla de los cadáveres a la morgue, que estaba situada, como en todo hospital, en el sótano del edificio. «Siempre estamos escondiendo a los muertos», dice. Hoy, la chica que se graduó en Historia Medieval y, en vista de que no iba a conseguir un buen trabajo nunca, se puso a trabajar en una funeraria, tiene su propia funeraria. Y no le va nada mal. Pero ¿cómo se pasa de chica para todo en una funeraria de San Francisco, cuando se ha crecido a una manzana de donde creció Obama (sí, en Hawai), a propietaria de tu propia funeraria? Escribiendo tus memorias. O algo parecido. Porque Hasta las cenizas (Plataforma) es al menos tres cosas: 1) el diario de la empleada de un crematorio; 2) una histórica reflexión sobre la relación entre la manera en que el ser humano se ha despedido de los suyos y 3) las memorias de una chica que quedó profundamente traumatizada por algo que ocurrió en un centro comercial.
Lo que ocurrió en el centro comercial fue que una niña de dos años escaló hasta una baranda, en un segundo piso, y trató de alcanzar las escaleras mecánicas. La madre estaba allí, pero no la miró durante un segundo. Durante ese segundo, en el que Caitlin, que por entonces tenía ocho años, no la perdió de vista, la niña cayó al vacío y se estrelló contra un mostrador de cristal, en el piso de abajo. «Hasta entonces no había visto ningún muerto. No era consciente de que nos íbamos a morir. Todos. Supongo que hoy lo llamarían estrés postraumático. Pasé días, semanas, meses, viendo a aquella niña estrellarse contra el mostrador. Un momento antes estaba y al siguiente, ya no. Recuerdo que pregunté a mi padre qué había pasado y él insistió en comprarme un helado y trató de fingir que todo iba bien, que no había visto nada en realidad. Pero no había sido así. Supongo que el hecho de que no hablara conmigo en aquel momento complicó aún más las cosas», explica Caitlin.
Caitlin está convencida de que los niños quieren saber. «Tienen una curiosidad innata por ese tipo de cosas. Y de una manera u otra van a descubrirlo. Así que lo mejor que pueden hacer los padres es hablar con honestidad sobre la muerte con sus hijos», dice a continuación. Caitlin está convencida de que el hecho de que en su caso no ocurriera así le cambió la vida. «Quién sabe, si no hubiera visto a aquella niña caer, puede que hoy no tuviera mi propia funeraria», asegura. «Uno no tiene que estar todo el tiempo pensando en la muerte, como si viviera con la guadaña sobre la cabeza, pero tampoco debe negarla», dice, y a continuación se muestra de acuerdo con el Pulitzer Ernest Becker cuando dice que la muerte es el motor de la vida y la forma en que tratamos de negar su importancia ha dado pie a la cultura». Libros, discos, películas. Su único fin es el de desviar la atención. «Exacto», sentencia Caitlin.
Hay mucho de ésos, de antropología, en Hasta las cenizas. Pero también hay anécdotas. Como la de la primera vez que tuvo que afeitar a un muerto o fue a recoger a uno a su casa. «Cuando trabajé para Westwind tenía 23 años. Aquello era lo más parecido a un primer trabajo en serio que tenía. Me empleaba a fondo. Y cada vez que me ocurría algo extraño, o divertido, lo anotaba en una libreta. Así que cuando me puse a escribir el libro tenía un montón de historias que contar», recuerda. Lo que hizo con todas esas historias fue mezclarlas con algo de Historia, con mayúsculas. Desde la manera en que surgió la profesión de agente funerario en Estados Unidos o lo que cambió la industria el hecho de convertir el cadáver en un producto (cuando se empezó a popularizar el embalsamado). A todo aquel que haya disfrutado de algún capítulo de A dos metros bajo tierra, la ya clásica serie de Alan Ball, no le extranarán en absoluto las anécdotas de Caitlin.
«Lo cierto es que la serie es muy realista», admite la ahora directora funeraria, de tan sólo 31 años y afincada en Los Angeles, donde también vive el agente funerario que asesoró a los guionistas de A dos metros bajo tierra. «Le conozco, somos buenos amigos», dice. La frialdad en cierto sentido burocrática que se impone en la serie, en todos y cada uno de los casos, es muy común, dice, en Estados Unidos. «El problema es que hay demasiadas leyes. La muerte debería desregularizarse», dice. En el canal de Youtube que puso en marcha al poco de publicarse el libro, Ask a Mortician, la gente le pregunta todo tipo de cosas. Como por ejemplo, si puede conservarse la calavera de un ser querido. «Sí, hay un lugar en el que puede hacerse: Oklahoma», contesta. «Siempre intento sonar divertida», dice.
Esa pregunta es un ejemplo, considera, de hasta qué punto las cosas deberían cambiar. «Estamos hablando de nuestros seres queridos. Deberíamos poder elegir», dice. En su funeraria, se hacen todo tipo de entierros. Se da tanta libertad a los familiares como las leyes permiten. «Dejamos que sean ellos quienes vistan al muerto, que caven el hoyo en el que lo van a enterrar, que puedan abrazarlo hasta el final», asegura. Doughty está convencida de que vivimos en una sociedad «que tiene una idea victoriana de los muertos: los vemos como algo peligroso», dice. ¿Cómo imagina su propio funeral? «Simplemente dejaré que mis amigos puedan tocarme, entrar en contacto con un cuerpo muerto, porque muchos de ellos no han visto jamás un cadáver, y que sean ellos los que me entierren, sin nada, en un agujero cavado en el suelo», contesta.
Publicado en EL Mundo
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