Anécdotas de un cementerio
El primer cementerio del que se tiene noticia en Mieres se situó en 1821 tras el ábside de la antigua iglesia románica de San Juan, donde seguramente ya se venía enterrando desde hacía siglos, pero con la industrialización se multiplicó la población y también los fallecimientos y hubo que pensar en un lugar más amplio; por fin en 1881 una epidemia de viruela forzó a tomar medidas urgentes y se abrió el actual en La Belonga, todavía sin muros ni infraestructuras Una pobre niña de dos años tuvo el triste honor de inaugurarlo en la gélida jornada del 13 de diciembre de aquel año.
No es que el recinto destaque por su arte funerario, pero tiene algunas tumbas dignas de mención, entre ellas la capilla levantada por la familia de don José Fernández a finales de la primera década del siglo XX, que puede ser el primer encargo que realizó en Mieres José Avelino Díaz y Fernández Omaña, quien luego ejercería como arquitecto municipal y a quien debemos algunas de las obras públicas, chalés y casas particulares que aún sobreviven milagrosamente al furor destructor que sufre esta villa desde hace unas décadas.
Esta capilla sigue mostrándonos su estilo influenciado por la moda europea de la época a pesar de su lamentable estado, mientras otra de las tumbas que se conservan en La Belonga firmada por nuestro arquitecto, la de don Leonardo López, curiosa por el enorme grosor del hormigón de sus dos lápidas paralelas, se presenta mucho mejor. También es destacable la tumba de don Inocencio Martínez, obra de Ramón Martínez, marmolista de Oviedo y sobre todo el llamativo ángel de bronce que guarda bajo sus alas desplegadas los restos del escritor Vital Aza traídos desde Madrid tras su muerte el 13 de diciembre de 1912. Aunque hay que decir que en este caso es una ángela, si estos seres etéreos tienen sexo -que eso lleva siglos discutiéndolo la Iglesia-
En esta pequeña ciudad de los muertos reposan héroes como Senén González Roces, uno de los primeros nombres que figuraron en el cuadro de Honor de la Legión por su actuación en la posición de Casabona, durante las guerras de Marruecos; buenos escritores como Víctor Alperi; el deportista olímpico Chus Valgrande, y hasta el santo pasionista Inocencio Canoura. También contamos con algunas tumbas masónicas, aunque solo una, la del capataz de minas Alejandro Nespral, tiene un símbolo que la identifica como ta. Pero sobre todo es el hogar perpetuo de miles de mierenses queridos, famosos unos, anónimos otros, pero todos merecedores de nuestro recuerdo.
El cementerio civil tiene también su propia historia y llama la atención de los visitantes que se acercan hasta aquí porque su portada es mucho más ostentosa que la del católico. El rápido desarrollo del movimiento obrero en las cuencas mineras a finales del siglo XIX hizo que junto a las ideologías societarias creciese el ateísmo militante y no tardó en habilitarse un recinto separado por un muro para quienes querían reposar eternamente sin símbolos religiosos. El primer sepelio que se celebró en Mieres sin asistencia de la Iglesia fue el de Antonio Rodríguez Fernández, muerto en los primeros días de mayo de 1891, acompañado por unas 400 personas en un acto que se cerró con discursos defendiendo la libertad de conciencia, luego ya fueron habituales y cada vez con más asistentes.
La tumba más visitada de este espacio es la de Manuel Llaneza, quien tuvo el entierro más numeroso que se recuerda en la historia de la villa y aún sigue recibiendo el homenaje anual de sus partidarios. Fue el fundador del Sindicato de los Obreros Mineros de Asturias y también Alcalde de Mieres. Pocos meses después de su muerte se recrudeció la eterna polémica entre quienes querían que los dos cementerios fuesen independientes y los partidarios de derribar el muro de separación, lo que llevó a los más exaltados a colocar dos cartuchos de dinamita y abrir un hueco en la pared el 2 de noviembre de 1931, haciendo que el Ayuntamiento republicano aprobase el derribo total, con la oposición de los concejales derechistas.
Desgraciadamente los primeros miembros del sindicato de Llaneza también fueron protagonistas de un entierro clandestino al sepultar al obrero Celestino Martínez fallecido en accidente durante la construcción de la Cooperativa Obrera de Consumo de Requejo «La Fiesta del Trabajo» en octubre de 1913. Los dirigentes de la flamante entidad trataron de ocultar la noticia y llevaron al muerto por calles extraviadas, con nocturnidad y sigilo, evitando que el pueblo se apercibiera, pero no pudieron evitar que todo se acabase sabiendo.
Los acontecimientos históricos también dejaron su huella. Aquí fueron enterrados durante la revolución de 1934 los jesuitas Emilio Martínez y Juan Bautista Arconada y el guardia civil Tomás Escribano, sargento del puesto de Campomanes y el 24 de octubre, cuando ya llevaban dieciséis días bajo tierra, removidos, colocados en cajas y depositados en el panteón que doña Sabina Méndez poseía entonces en el camposanto.
Por haber, en este recinto hubo hasta fusilamientos: el día 20 de noviembre de 1937, para conmemorar el aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera fueron asesinados en su exterior cuatro hombres sacados de la cárcel del Convento y sus cuerpos se depositaron en una fosa común en el punto exacto sobre el que se abrió el paso definitivo entre el cementerio civil y el religioso cuando llegó la transición, por lo que sus restos fueron exhumados y se perdieron para siempre.
Poco más tarde, el 19 de diciembre del mismo año, fueron pasados por las armas otros seis vecinos de Ujo y enterrados en fosas individuales y consecutivas, que por alguna razón se dispusieron en el cementerio católico: tenían los números 3, 4, 5, 6, 7 y 8 de la fila 9, en el cuartel 12, pero no las busquen, porque con el tiempo también fueron removidas.
Para que no falte de nada, dicen que el camposanto mierense tiene su propio fantasma, con nombre y apellido. En esta vida se llamaba Eugenia Ríos y fue asesinada por una cuestión de amores por Anisia Álvarez «La Antroxina» en las primeras horas de la tarde del 1.º de noviembre de 1911 en la vía carbonera que bajaba paralela al riachuelo que limita el este del cementerio cuando estaba abarrotado por las visitas que lo llenan ese día. Dicen que desde entonces celebra su aniversario dejándose ver cada noche de difuntos sujetando en una mano el zapato rojo que perdió su asesina.
Y por último, un par de anécdotas con las que el destino quiso rematar la existencia de algunos personajes, que en vida ya eran populares por sus ocurrencias.
Primero, Jesús Llanedo Fernández «Chucho Llanedo», quien falleció soltero a los treinta y tres años de edad en el hospital provincial de Oviedo el domingo 5 de enero de 1930. Al día siguiente el coche fúnebre de una agencia mierense se encargó de traerlo hasta el camposanto, aunque como la fecha coincidía con la festividad de los Reyes Magos no hubo sepelios, de manera que el ataúd quedó en el depósito municipal, y allí se acercaron a darle su último adiós numerosos vecinos, siguiendo la costumbre de la época.
Los familiares en un principio no quisieron ver el cuerpo, pero sí lo hicieron sus amigos que salieron comentando como la enfermedad lo había dejado irreconocible, hasta que alguien afirmó seriamente que aquel no era el cadáver que decían. Cuando esto se confirmó, se hizo la pertinente llamada al hospital donde se supo que la familia de otro joven de Barros fallecido el mismo día que el de Mieres, afirmaba que el cuerpo que se les había entregado tampoco se correspondía con el suyo.
El embrollo se solucionó al saber que un enfermero recién llegado de sus vacaciones se había encargado de los trámites equivocando a los dos difuntos, que finalmente fueron enterrados en sus respectivas localidades.
Otro caso reseñable ocurrió también en 1930, esta vez en mayo, cuando se suicidó en El Terronal Jesús Zabaleta Fernández, colgándose de una viga a la vez que se disparaba un tiro en la sien. Se mató, pero quiso que su último camino fuese alegre y por ello unos días antes se había dirigido a un notario para disponer su voluntad de que acompañasen su entierro cuatro tamborileros y cuatro gaiteros y que a su derecha fuese tocando su amigo Valeriano.
Finalmente no hubo música, pero la comitiva que lo acompañó fue una imponente manifestación que demostró las simpatías que el alegre Jesús había sabido crear en vida.
Les podría contar cosas sobre la exhumación de ataúdes de plomo durante la guerra civil para fabricar balas, o lo que pasó con la inexplicable destrucción del enterramiento del más querido de los párrocos mierenses don Valeriano Martínez, también podría extenderme con el caso del traslado de los restos de los hermanos de La Salle hasta su convento en la localidad de Bujedo, retrasado unos días sin que nadie avisase al periodista, que publicó una crónica perfecta con los detalles de la ceremonia de la fecha prevista que nunca se produjo, pero no me queda espacio.