La magia del cementerio de Colón
Refiriéndose a la capital de Cuba, J. J. Armas Marcelo escribió en su novela Así en La Habana como en el cielo: «Era una ciudad enorme, aparentemente derrumbada y hundida en la soledad, que navegaba suavemente hacia ninguna parte entre sus propias ruinas; una ciudad deshabitada, turbia, abandonada al fin por los que dijeron que la amarían después de la muerte…». Y, sin embargo, y a pesar de que la percepción hoy sea discutible al menos, hay un rito de la muerte que permite también amar a las ciudades.
En La Habana hay millones de historias enterradas en los muchos cementerios existentes, aunque uno, el Cementerio de Colón, en el Vedado, acoja en sus siete kilómetros cuadrados el ochenta por ciento aproximadamente de los difuntos de la capital de la isla. Dada su extensión y riqueza, cada día es más visitado, entre otras cosas porque va en aumento el tanaturismo, y nada de extraño tiene, por ejemplo, ver cómo lo ejercen grupos en bicicleta. Pienso con Javier Reverte que lo inesperado es posiblemente una de las cosas más hermosas de la vida, más aún en estos tiempos de «turismo desaforado». Añadir en la agenda esta visita entra, en principio, dentro de tal categoría. Hoy es ya una verdadera atracción.
Monumento Nacional desde 1987, la fundación del Cementerio de Colón –así llamado porque a él se pretendía llevar los restos del marino y descubridor— data del 30 de octubre de 1871, fecha de la primera piedra y bendición de las obras según el proyecto del arquitecto gallego Calixto de Loira Orellán Cardoso, curiosamente el primer enterrado en el camposanto diseñado por él. La magnífica portada neobizantina de la entrada principal guarda, según la tradición, otro secreto: en el monumento escultórico encima de esa puerta hay una pequeña urna con las cenizas de un obrero muerto, de identidad desconocida, durante la construcción.
Entramos en este museo al aire libre, en este auténtico libro de historia. A lo largo y ancho de sus grandes avenidas, abiertas hacia otras más pequeñas que lo recorren en todas las direcciones, podemos comprobar fácilmente la riqueza cosmopolita que atesora: más de 56 000 mausoleos, capillas, panteones, galerías, osarios, esculturas, materiales, en fin, de arquitectura funeraria hacen de él seguramente el cementerio más rico de la América hispana. Dicen los que padecen esa manía comparativa tan de moda, que ocupa el tercer puesto en importancia mundial, después del genovés de Staglieno y el barcelonés de Montjuich. Queda dicho, aunque, eso sí, con la conciencia de la relatividad.
Lo que sí es cierto es que de los aproximadamente tres millones de personas aquí enterradas el silencio definitivo no ha sido capaz de borrar la proyección histórica de algunas: la tumba más visitada, incluso de Cuba, es la de Amaira Gómez de la Hoz, popularmente «La Milagrosa», que murió junto a su bebé en el momento del parto, allá por 1901. Afirma la tradición que la enterraron con el niño acostado a sus pies. Un año después, al inhumarlos, encontraron los cuerpos incorruptos y al niño descansando en los brazos de su madre.
Desde entonces acude el pueblo a visitarla, solicitar de su favor milagros para lograr un embarazo, sanar a un hijo, sacarlo de la cárcel… Muy visitada es también la de Leocadia y el hermano José, exponentes de la religión yoruba, o las que encarnan historias de amor, como la de Catalina Laza –un mausoleo inconfundible para una extraordinaria pasión amorosa— o Margarita y Modesto. No lo es menos el panteón de Daiquiri y el monumento a Rintí, su perro fiel que murió a los pies de su dueña, en cuya lápida hay una enorme ficha de dominó: la mujer era fanática de ese juego y murió de un ataque al corazón cuando perdió toda su fortuna por un tres doble.
Añada, entre tantas posibles, las de Alberto Korda, el autor del retrato más famoso del Che, Joselito Fernández, el autor de Guantanamera, que murió pobre y saqueado por sus familiares, la del ajedrecista José Raúl Capablanca con su alfil de mármol, la de los estudiantes de medicina asesinados por el gobierno colonial español o el monumento a los bomberos muertos trágicamente en acto de servicio en 1890: obra del español Agustín Querol, no pocos, siempre dentro de lo relativo de los gustos, lo consideran el más hermoso y espectacular de la necrópolis, bien visible además por la situación y la altura, de unos diez metros. La lista se haría interminable: Carlos Manuel de Céspedes, Cirilo Villaverde, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, los panteones regionales españoles, el leonés entre ellos… Hablando de cercanía afectiva, la tumba de la escultora Rita Longa, autora, entre tantas, de la Virgen del Camino en el antiguo barrio que debe su nombre a la presencia dominante de nuestros paisanos. Todo, por supuesto, bajo la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la isla.
El Cementerio de Colón es otra clave para entender la compleja identidad cubana, buena parte de su mitología. Aquí se abre la posibilidad de encuentro con un mundo mágico, donde no reclaman tanto la atención los héroes como los antihéroes. Como en La Habana toda, únicamente apelando al realismo mágico cubano se puede entender, o se puede entender un poco mejor la necrópolis en que nos encontramos. Advertirá aún la presencia de tumbas enrejadas como jaulas, que trataron en su tiempo de evitar la profanación, el robo de cadenas y dientes de oro o la recogida de vísceras de recién enterrados para su venta. Tres tumbas de las que visité en mi último viaje contienen tres historias que lo confirman.
Cirilo Villaverde (1812-1894), que reposa en el cementerio, es el autor de Cecilia Valdés o La Loma del Ángel, la novela cumbre del costumbrismo cubano, referencia y gloria de su cultura, una de las más representativas de la cubanía. Romántica y antiesclavista, hay quien piensa que es la primera novela cubana, la fundacional por así decirlo. Protagonizada por una hermosa joven, Cecilia Valdés, hasta hace muy poco se creía que era un simple personaje de ficción, una mulata atrapada en la novela. Nada más lejos de la realidad. Existió. Fue una joven mulata cuyos encantos despertaron la admiración de la ciudad de su tiempo, hasta el punto de llamarla «virgencita de bronce». Murió a los ochenta y seis años. Sic transit gloria mundi. Descuidado hoy su recuerdo funerario, es la más clara señal de haber entrado en el túnel del olvido. Para completar con una visión actual de la recreación de la novela, el interesado puede acercarse a la de Daína Chaviano La isla de los amores infinitos.
Más vivo está el recuerdo de un tipo curioso, estrambótico incluso, el chulo más conocido de Cuba. De familia burguesa, de gran belleza física y refinado, el proxeneta más conocido del barrio habanero de San Isidro, en aquella época la meca de la prostitución, Alberto Yarini (1882-1910) fue amante de distinguidas damas y mantenido por mujeres. Cuentan que más de veintitrés tuvieron el honor de llevar tatuado su nombre en alguna parte del cuerpo. Cayó abatido a balazos por una de las bandas que se disputaban mujeres y prostitución.
Dada su enorme popularidad, una verdadera multitud asistió a su entierro. Hablan de «un proxeneta devenido en patriota», en cuya tumba la leyenda dice que bailan las jineteras antes de estampar sus besos de carmín en el mármol. Me aseguran que siguen viniendo solicitando suerte en su trabajo. Confieso que no he sido testigo de tales rituales. Solo lo soy de la presencia de flores que atestiguan su recuerdo. «Siempre viene gente –afirma el sepulturero que me acompaña—. Sobre todo jóvenes, que le imploran y piden el favor de parecerse a él, de seguir sus pasos». El cine también se ha encargado de mantener cercana su figura: Los dioses rotos (2008) pretende demostrar la vigencia del personaje.
Entre tantas otras curiosidades, decir que solo hay una persona enterrada de pie en este cementerio, aunque también hay dudas al respecto. La caja fue puesta en la bóveda en posición vertical. Fue su última voluntad: decía que un tipo que había caído de pie en la vida tenía que caer así también en el infierno. Eugenio Casimiro Rodríguez Carta fue condenado a cadena perpetua en 1918. Matón a sueldo, una cadena de crímenes, entre ellos el alcalde de Cienfuegos, manchaba sus manos. María Teresa Zayas, la hija del entonces Presidente del País, Alfredo Zayas –hermoso mausoleo, aunque menos cuidado que el de su yerno-, visitaba el Castillo del Príncipe de La Habana. Era una más de sus actividades sociales y humanitarias. Barría los pasillos de la prisión Casimiro. Se encontraron. Hablaron. Surgió el amor. María Teresa logró el indulto del condenado. Se casaron. Él, en una vertiginosa carrera política, logró un escaño en la Cámara de Representantes. Se hizo rico y poderoso.
Pregunté si lo habían enterrado con pistola. El sepulturero me miró sonriente, incrédulo. Aún nadie ha respondido a mi curiosidad, aunque creo que le acompaña algún arma, ya que, incluso siendo parlamentario, se involucró en hechos de sangre. Dichosa impunidad. Lo cierto es que aquí hay muchas curiosidades. Seguramente el viajero encontrará nuevas y sorprendentes, en el contexto de ese realismo mágico que se respira. Hay muertos para todos los gustos. Aparte del mapa de la necrópolis, con algunas de las referencias más notables –y aquí sí que juegan un papel importante los gustos-, sepultureros, enterradores, jardineros… pueden convertirse en sus mejores aliados. Los que descansan en paz no hablan.