Un jardín en el cementerio de Sant Josep
Cuando éramos niños, la incipiente telaraña de la globalización ya comenzaba a difuminar la idiosincrasia de una sociedad ibicenca que había permanecido encallada en la edad media durante siglos. Aun así, seguimos conectados a ella a través de las historias que relataban los mayores y que echaban sus propias raíces en nuestra memoria.
Percibíamos el miedo de la niña a la que dejaban sola en una païssa inhóspita para que pastoreara el rebaño de cabras, la adrenalina de los contrabandistas que se aventuraban hasta Argel y el frenesí de las carreras de carros los domingos en el camino de Benimussa, cuando las familias salían a sa Raval. Y, entre la melodía de estas anécdotas, el estruendo de compartir pupitre con una caterva de niños extranjeros, los bosques de grúas erigiendo hoteles en las playas y la estampa de aquel par de muchachas nórdicas que cruzaron el pueblo en top less, a la grupa de una Mobylette.
De la ristra de historias asimiladas y no vividas, algunas pesaban más que otras. El artista alemán huido de los nazis que vivió en Can Palerm con dos mujeres, los supervivientes que se arrojaron muralla abajo cuando les iban a fusilar y, sobre todo, la existencia de un antiguo cementerio bajo la terraza del Bar Bernat Vinya, epicentro de la vida social en Sant Josep de sa Talaia. Los domingos, concluido el oficio, intercambiábamos cromos de fútbol sobre uno de los bancos de piedra viva que hay junto a las jardineras, sin el menor desasosiego. Pero en invierno, que anochecía más temprano, cruzábamos la plaza a paso rápido y en silencio, no fuéramos a estorbar a los muertos que tal vez aún yacían bajo los cactus y las margaritas.
Solo conocíamos el cementerio nuevo, así que imaginábamos el viejo con sus mismas calles de nichos superpuestos, sus panteones y sus jarrones con flores muertas. Nadie nos sacó nunca del error y tampoco nos atrevimos a preguntar, así que acabamos interiorizando el campo santo de mentira que construimos con la imaginación.
Hace unos días, leyendo la ´Memòria escrita´ de Joan Marí Tur, un compendio tan emotivo como nostálgico de esos mismos pasajes que ejercen de cordón umbilical con la niñez de nuestros padres, encontré entre sus páginas una foto que hizo añicos la falsa imagen esbozada por la memoria. El pie de foto decía: «El viejo cementerio de Sant Josep con la iglesia al fondo. Década de 1940».
El campo santo primigenio no albergaba nichos, ni panteones, ni lápidas; ni tan siquiera mustios ramilletes. Tan solo hileras torcidas de cruces que se hundían directamente en una tierra descuidada y cubierta de hierba. La parcela se encontraba acotada por una tapia de mampostería, con una entrada principal de doble puerta hecha de tablas, rematada por una corona curva y encarada a la plaza y al templo; la misma oquedad que aún hoy persiste. A su lado, en el interior, un solitario ciprés, como mandan los cánones. La imaginación respeta la esencia pero traiciona a través de los detalles.
La terraza, salvo el citado pórtico de la entrada y las proporciones, no conserva nada del viejo cementerio. Sin embargo, es exactamente igual a la de nuestra infancia, con sus mesas sencillas repartidas entre las jardineras, parroquianos que se alternan con extranjeros, los pinos enormes que colman el suelo de hojarasca y obligan a barrer a diario, y los mismos bancos de piedra viva. Compone, junto con la iglesia, la casa del vicario y las viviendas bajas a renglón seguido, un elemento imperturbable que nos permiten seguir reconociendo el pueblo, a pesar del despropósito inmobiliario que corona el templo y demás construcciones tan grotescas como inevitables.