Los secretos del cementerio de Villaluenga
Es casi un secreto que no deja indiferente. En el pueblo más pequeño de la provincia, en Villaluenga del Rosario (provincia de Cádiz), donde las colas de visitas se abalanzan al preciado manjar payoyo en su reconocida feria del queso, se esconde también lo inusual, algo llamativo y casi mágico.
Una iglesia cementerio, la del Salvador. O un cementerio iglesia. Un singular espacio arquitectónico, que está despertando desde hace varios años el interés de un turismo muy específico: el de cementerios. No en vano, este camposanto está considerado uno de los más bonitos de España, quedando finalista hace unos días junto al de Olvera en un concurso nacional de la revista Adiós Cultural. Ambos enclaves quedaron también de los mejores en otro concurso de 2017 tras Castro Urdiales (Cantabria), Sumacárrer (Valencia) y Luarca (Asturias).
El de Villaluenga del Rosario es una pieza monumental que conecta literalmente el cielo y la tierra, a través de lo que en su día fue la gran bóveda que cubría la iglesia del Salvador, un símbolo en ruinas de este pueblo, cuyos vecinos lucharon con uñas y dientes para evitar que las tropas napoleónicas arrasaran sus casas. Napoleón se salió con la suya y los gabachos quemaron todo lo que se encontraron, incluido este templo, que enseña para la posteridad sus heridas en respuesta al duelo. Sigue en pie las estructuras de esta iglesia que abraza en su interior el cementerio local de este pueblo blanco, ya que sus vecinos quisieron aprovecharla.
Trazamos la visita con parada en el Ayuntamiento, donde nos dan en mano las llaves del camposanto. Menuda responsabilidad para el visitante. Hay que responder con respeto a tanta cortesía. En fines de semana, Pilar, la mujer del que fue el sepulturero, que vive pared con pared al Consistorio, también la facilita. Enderezamos la calle Torre hacia arriba en busca del cementerio. Ni un alma en la vía, solo el murmullo del viento. De repente, aparece imponente la torre que da altura al conjunto monumental. Altiva, recién restaurada con fondos de la Diputación, luciendo una leyenda en la que pone que tuvo otra rehabilitación muy anterior, ésta de 1722. No hay tino con la llave, la cerradura no abre el camposanto. A través de los barrotes de la puerta de forja negra ya se ve una gran tumba. Debe ser de alguien muy importante del pueblo. En efecto, son los restos del poeta Pedro Pérez Clotet, fallecido en 1966 y al que el pueblo le ha puesto el nombre a un centro de interpretación de la literatura.
Vuelta a la llave. Nada de nada. De pronto, un cordial saludo. Es de un señor que lleva varias garrafas de agua a cuestas y un perrillo que lo acompaña. Va a la huerta, dice. Y se presta a ayudar. ¿Cómo?, es la pregunta. Se saca de la mochila otra llave. Y bingo, abre. Uno se pregunta si todo el mundo aquí tiene llave del cementerio. No, ni mucho menos. Tenemos suerte. Da la casualidad que el señor tan amable es José Séllez, que fue en otra época también enterrador. Él nos guiará como un buen cicerón. Impresiona y mucho la cúpula abierta al cielo que da la bienvenida. “Aquí se utilizó mucho la madera”, cuenta, apuntando a los huecos que dejaron las vigas y a los pequeños nichos incrustados en los gruesos muros y paredes que conserva la iglesia. Osarios aprovechando huecos. “Mira hasta encima de la puerta de entrada se aprovechó el espacio y hay un nicho. Hay enterramientos debajo de tierra. Eso lo escuché siempre a los abuelos”, explica.
Estando en este espacio tan singular, si uno no es aprensivo, se respira calma. Los ojos van buscando a cada paso los detalles de lo que un día fue la planta de la iglesia y el altar, entre tumbas. Dicen los lugareños que no hay documentación sobre la edad de del templo del Salvador. Según un libro realizado por los vecinos Antonio Benítez Román y Juan Manuel González Montero, “los historiadores, sin atreverse a dar fechas, dicen que por allí han pasado tres civilizaciones, basándose en el tipo de construcción”. El cementerio respira entre la sierra del Caíllo, las viñas y el prado. José cuenta que en Villaluenga hubo en otra época producción de caldos. “Todavía queda por ahí alguna viña y las piedras donde secaban las pasas”, señala hacia el infinito rocoso que tiene de frente, epicentro de la Manga. La casualidad de encontrar a este hombre regalará otro secreto. En la torre, cerrada al público, se hacían hasta hace 30 años autopsias. La última, la de un espeleólogo fallecido en la zona. “La pared hasta aquí estaba alicatada y el suelo se conserva”, contesta.
“La idea es construir una escalera de caracol, con más de 300 peldaños para subir a la torre y a un mirador y disfrutar de las vistas”, explica el alcalde Alfonso Moscoso. El regidor cuenta que la institución municipal ha pedido ayuda a Fomento para la conservación de la estructura de la iglesia. “Pretendemos fomentar el turismo de cementerios. Estamos incluidos en la ruta Cementerios Vivos. No se trata de ofrecer una ruta ‘gore’, de gente vestía de negro. Hay un nicho concreto de turistas apasionados que buscan elementos patrimoniales singulares como este cementerio, edificios que por su historia ofrecen algo distinto”, apostilla el alcalde, cuyo pueblo está en la Asociación para la Promoción Turística de los Cementerios de Andalucía.