Un camposanto en la Caleta
Uno de los capítulos escasamente estudiados desde un punto de vista histórico es el de los cementerios de nuestra ciudad. A falta de un análisis más completo, podemos decir que se han hallado varios enterramientos fenicios, tanto en la zona de Mundo Nuevo como en las proximidades de la Alcazaba.
Los romanos por su parte solían situar necrópolis ajardinadas en los caminos cercanos a los núcleos habitados, y por eso han aparecido algunos restos en la calle Victoria y en la de Mármoles.
Respecto al mundo islámico y como recoge el investigador Manuel Olmedo en uno de sus trabajos, «el principal cementerio musulmán se extendió en las zonas configuradas por el eje que representa la calle Victoria, llegando hasta el Ejido por una parte y hasta Gibralfaro por otra». Y efectivamente así es, ya que se han encontrado importantes restos en la falda de Gibralfaro: en la denominada necrópolis de Yabal Faru.
No obstante, también han aparecido enterramientos en el interior de la ciudad, como los del patio del Sagrario, en la calle Beatas y en la de Sebastián Souvirón, entre otras. Indudablemente, el cerco al que Málaga fue sometida en aquel lejano verano de 1487 por los Reyes Católicos —cerco previo a su conquista— debió de producir un número notable de víctimas que necesariamente habrían de enterrarse dentro del recinto amurallado.
El cambio de credo en la ciudad malagueña tras la ocupación cristiana animó el deseo de los nuevos pobladores por «enterrarse en sagrado», siguiendo las costumbres y preceptos religiosos entonces imperantes. El procedimiento era siempre el mismo: según el oficio que tenía cada vecino en un sistema productivo gremial (con maestros, oficiales y aprendices) lo normal era que se examinase por su corporación. Una vez incorporado al gremio, la cofradía acogía a sus miembros en las celebraciones litúrgicas habituales y, lógicamente, se encargaba del sepelio una vez producido el óbito. El enterramiento en la capilla propia de la corporación era la actuación habitual en tales casos.
Prácticamente, la totalidad de las iglesias que podríamos denominar históricas dentro y fuera de Málaga tenían unos espacios en el interior de los templos o en las huertas conventuales destinados a estos fines. Actualmente conocemos el estado de estos enterramientos gracias a las rehabilitaciones realizadas con toda profesionalidad por el arquitecto técnico Pablo Pastor Vega, cuyo trabajo riguroso nos ha permitido preservar este importante testimonio histórico.
También se acogían «en sagrado» a quienes en circunstancias extraordinarias fallecían en Málaga sin pertenecer a ninguna de las corporaciones citadas. Por ejemplo, en la batalla naval que tuvo lugar en agosto de 1704 en las aguas malacitanas entre la flota angloholandesa —que acababa de conquistar Gibraltar— y la francesa que acudió en apoyo de esta ciudad se produjeron muertos y heridos. En el caso de los primeros, los que por su cargo o cuna merecían un trato más distinguido se enterraron en algunos de los templos por decisión del cabildo eclesiástico. Los segundos pasaron a las Atarazanas que hacía las veces de hospital, donde permanecieron hasta su total curación.
También debemos reseñar que en aquellos momentos en los cuales el elevado número de fallecidos hacía imposible acogerlos en las iglesias y conventos —como sucedía cuando se declaraba una epidemia—, se habilitaban los denominados «carneros» en zonas periféricas de la ciudad. Unos lugares alejados del caserío con el fin de evitar la propagación de las enfermedades. Los «carneros» no eran más que unas fosas comunes en donde se enterraban a los finados cubriéndoles después con capas de cal. En la documentación archivística se localizan en El Ejido, en la calle Mármoles (cerca de la ermita de Zamarrilla) y en las proximidades de la iglesia del Carmen.
Sin embargo, el problema se producía con quienes por carecer de oficio, de cofradía y de posibles, no les resultaba fácil su enterramiento en los templos y conventos, al igual que sucedía con los ajusticiados y con los militares transeúntes que aquí fallecían. Tampoco lo tenían fácil quienes por practicar alguna religión distinta a la católica no podían ser enterrados «en sagrado»; y conviene no olvidar que en una ciudad portuaria como la nuestra la colonia de comerciantes ingleses y holandeses era muy nutrida.
Quizás por ello, o al menos en parte, se fue creando un camposanto para estos finados de una forma un tanto inorgánica a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII. Se ubicó en las faldas de Gibralfaro: una zona alejada de miradas inconvenientes y junto al camino de Vélez, en la llamada Caleta, a un paso de la misma playa. Allí se llevaban a sepultar a los pobres, a los ajusticiados, a los soldados fallecidos en el Hospital de San Juan de Dios y a los protestantes.
Esta situación se vio impulsada aún más por la real cédula de 3 de abril de 1787, publicada en la Gaceta de Madrid días después. En ella, Carlos III prohibió los enterramientos en el interior de las iglesias como medida de higiene sanitaria, a fin de evitar la propagación de las enfermedades infectocontagiosas que tanto daño hacían.
Los archivos recogen los testimonios del ya citado Hospital de San Juan de Dios que atendía a los más menesterosos. Los que morían en dicha institución se llevaban a la Caleta, de noche «en un carro los soldados y pobres de ambos sexos que mueren en San Juan de Dios, pero en cueros, con un solo paño que tapa a todo los arrojan, y como no los tapan bien los perros los destrozan». En una zona muy próxima se enterraban los difuntos de otras religiones por las razones ya comentadas. Evidentemente, las características del lugar (en el playazo formado en el rincón del muelle de levante) propiciaban que las fosas no fueran muy profundas en aquel arenal que no estaba ni cercado; y en consecuencia era muy frecuente que los cuerpos quedaran al descubierto.
Las denuncias se sucedieron por espacio de varias décadas con un resultado irregular. En septiembre de 1796, el canónigo de la Santa Iglesia Catedral Diego Antonio López de Cacella se interesó por resolver el problema, comprometiéndose a cercar el camposanto, construir una pequeña ermita que sirviera de culto y contribuir a la vigilancia del recinto. Y todo ello con su propia hacienda. Resulta interesante comprobar que en la Real Biblioteca de Patrimonio Nacional se conserve un acta expedida por dos escribanos malagueños sobre la visita que el citado canónigo realizó al camposanto de la Caleta en compañía de Ignacio Martínez de Viruela, entonces oidor en la Chancillería de Granada. En dicho documento se explica con toda crudeza la visión que ofrecía aquel terreno con los cuerpos a la vista de los transeúntes y de las alimañas que por allí pululaban. Una visión que a pesar del interés histórico que encierra nos permitimos evitar por la crudeza de su contenido.
Se iniciaron los trámites administrativos oportunos que se dilataron durante meses, aunque finalmente fue el propio Ayuntamiento el que procedió a cercar el recinto.
Sin embargo, los «arreglos» fueron de escasa envergadura, ya que años después el problema seguía sin resolverse. En el cabildo celebrado el 16 de junio de 1803 —con los trágicos momentos que se estaban viviendo como consecuencia de la epidemia de fiebre amarilla extendida por todo el litoral malagueño—, el síndico del Ayuntamiento denunció «que en el cementerio de la Caleta se hallaban los cuerpos de los cadáveres fuera de tierra, sin sepultura, y estando situado a lo próximo e inmediato al camino real de Vélez era muy contingente se causara grave perjuicio al común…»
La ubicación exacta del camposanto de la Caleta queda recogida en un plano realizado por ingenieros franceses durante la guerra de la Independencia: estaba situado en las faldas del monte Gibralfaro y hacia el este, antes de llegar al fuerte de San Carlos.
Acabada aquella guerra, el Ayuntamiento se planteó, al fin, la necesidad de construir un cementerio en un lugar más apropiado, clausurando el que venimos analizando en el curso de estas páginas. La dirección de la nueva necrópolis se le encomendó al arquitecto Cirilo Salinas en 1829 y se situó más allá del convento de Capuchinos, en las afueras del núcleo habitado.
No obstante, el problema de la Caleta se solucionaba solo en parte. Y ello porque en el nuevo cementerio, llamado San Miguel, tampoco podían recibir sepultura los fallecidos de religiones distintas a la oficial de la Iglesia. Por esta razón es por la que fue preciso habilitar un terreno municipal en la misma Caleta y, pensamos, que en el mismo sitio en el que estaba el anterior. El camposanto fue posible gracias al empeño del cónsul inglés en Málaga William Mark, que este proyecto contó con el apoyo del gobernador José Mansó, naciendo así el Cementerio Inglés.
La nueva y flamante necrópolis destinada a acoger a otros creyentes fue formándose poco a poco en un lugar sin duda privilegiado, mirando a la mar y perfectamente integrada en el naciente barrio de la Malagueta. El Cementerio Inglés forma ya parte indisoluble de la historia malagueña. / Diario Sur