El cementerio antiguo de Jaén
En Jaén, San Eufrasio es el nombre del antiguo cementerio (del latín, coemterium y éste del griego, koimeterion: dormitorio). Un lugar lleno de admiración y de estudio porque allí yacen personajes que han ofrecido sus vidas a la investigación, a la medicina, a la literatura, a la poesía, al arte pictórico, a la mística y al humanismo y la filantropía; sin olvidar, jamás, las almas de personas sencillas que allí habitan y que lucharon denodadamente a lo largo de su existencia terrenal para sacar a sus familias adelante con los sufrimientos y alegrías que ofrece la vida. Y las “casitas” pueriles custodiadas por angelitos blancos.
Este lugar camposanto fue construido en el año 1829 lejos de la ciudad. Anteriormente estaba ubicado cerca de La Alameda, en el lugar que ocupaba el Campo Hípico.
El motivo del traslado fue debido a las quejas y protestas de los vecinos del lugar, por el mal olor que ocasionaban los enterramientos en aquel sitio y, así, el pleno del Ayuntamiento autorizó el traslado, en la lejanía, por motivos de higiene urbana. En mi visita a este “dormitorio”, el verbo poético se hace presente, en mí caminar, recordando las Leyendas de Gustavo Adolfo Becquer, y me acompañan las hojas caídas de los árboles otoñales con sus tonalidades ocres y amarillentas que al pisarlas suenan en armonía con mi soledad deseada en esos momentos; mientras tanto, las frondas siguen cayendo sobre mis hombros.
Los barcos navegan enamorados del mar, y en este espacio místico, inmerso en un mar de olivos, navegamos los enamorados del romanticismo en cada paso arquitectónico, ofreciéndonos una emanación de nuestra construcción histórica. Arquitectura que, aun siendo fúnebre, despierta gran vivacidad latente en el reloj de los tiempos pretéritos, haciéndose presente el sentimiento intangible y atemporal por la relatividad del cronos humanizado.
Y en las horas crepusculares, cuando Helios se ausenta y cae el manto de la noche, la paz reinante se hace eterna sin la presencia de los humanos vivientes, en los patios de los pasos perdidos. Y cuando nieva, es como si hubieran caído lágrimas blancas sobre las ánimas allí yacentes.
En este lugar donde se respira paz y tranquilidad, observo esculturas que son verdaderas obras de arte por su significado y por su estructura, como la dedicaba al gran poeta romántico, Bernardo López, fallecido en el año 1870; o donde yace la Condesa de Blanco Hermoso y cerca de allí, el panteón de Juanito Tirado; o el del gran arquitecto Justino Florez, autor de la construcción del edificio de Las Hermanitas de los Pobres, el cine Darymelia y El Seminario de Jaén.
Los restos mortales de José Nogué están en este Camposanto, también los de su esposa y los de sus padres. La lápida que cubre el nicho es una auténtica obra de arte: aparecen los retratos, pintados por él, de su padre, de su madre y de su mujer.
La Escuela de Arte, “José Nogué” de Jaén, se llama así en honor al magnífico pintor, nacido en Tarragona, que impartió clases magistrales de pintura en dicha institución jiennense. No obstante, la escultura que me llamó poderosamente la atención fue la que preside al panteón de Rafael Martínez Molina (1888); con una altura de unos dos metros y medio y en la que aparece un murciélago (esculpido en piedra) de grandes dimensiones, con las alas abiertas en las que se puede leer: Física, Química, Historia, Naturaleza…
En el borde superior arqueado hay doce granadas pétreas y en la parte posterior, un búho vigilante rodeado de nueve esferas; coronando todo el conjunto por una cruz cilíndrica con adornos barrocos. Es como una iconografía iniciática, “esculpida” en las logias catedralicias.
En la atardecida, las flores marchitas se doran y a la noche, en este viejo cementerio, viene la luna a la fragua de las cancelas. Diario Jaén